domingo, 31 de julio de 2011

RECORDANDO AQUELLAS TARDES DEL MES DE JULIO SENTADOS EN EL SOFA

Con motivo del vigésimo aniversario de la primera victoria de Miguel Indurain en el Tour de Francia desempolvamos la bicicleta del garaje para dar una vuelta por los recuerdos que nos evocan las dos ruedas

Sport Billy.
Durante la semana que ahora concluye se han cumplido veinte años desde que el navarro Miguel Indurain se adjudicara el primero de los cinco Tours consecutivos con los que los españoles vibraron a la hora de la siesta durante los meses de julio del primer lustro de la década de los noventa. No era la primera vez que lo hacían. Aún estaba fresca en la memoria la victoria del gran Perico Delgado en la ronda gala del año 1988. Quedaban lejos los éxitos de Federico Martín Bahamontes en 1959 y Luis Ocaña en 1973, y los nuevos ídolos del ciclismo español resucitaron la afición por las dos ruedas.

Para algunos, los primeros recuerdos sobre bicicletas se remontan a las imágenes de aquel pelotón formado por Javi, Pancho, Tito, Piraña, Quique, Bea y Desy que recorría las carreteras de Nerja en las archifamosa ‘Verano Azul’ al compás de la sintonía compuesta por Carmelo Bernaola para la serie de Antonio Mercero. Aunque, para sintonías, las que nos deleitaron Azul y Negro para acompañar los resúmenes de la Vuelta Ciclista. Al ritmo del ‘me estoy volviendo loco’ y del ‘con los dedos de una mano’ seguimos las andanzas de Marino Lejarreta, Vicente Belda, Álvaro Pino, Eduardo Chozas, Peio Ruiz Cabestany y compañía.

En la calle, pedaleábamos en nuestras BH, Torrot y demás especímenes de nuestros particulares parques ciclistas emulando a nuestros ídolos de equipos como el KAS, Orbea, Dormilón o Zahor. También trazábamos en las aceras y plazas de nuestras calles unos interminables circuitos con tiza sobre los que competíamos con chapas, colocando sobre los iturris las fotos de los corredores que obteníamos en aquellas tarjetas con fichas adhesivas que nos costaban cinco duros. O implorábamos a nuestras madres que cambiasen de detergente y se pasaran al Luzil, en cuyos tambores regalaban adhesivos similares con chapas. Pesaban poco, todo hay que decirlo, pero teníamos nuestros trucos. Rellenábamos los bordes con plastilina para que pesaran más y lograsen una mayor adherencia al suelo que permitía que la chapa no se marchara al quinto coño cuando la impulsábamos con el disparo de nuestros dedos pulgares y medios. Si el iturri se salía del circuito, había que retroceder al lugar del lanzamiento, no avanzabas y tus rivales se escapaban quedándote obligado a hacer la goma.

Y así seguimos creciendo, jugando con los catetos de Fournier sobre astros del ciclismo y contemplando aquellas espectaculares etapas en Lagos de Covadonga. Y vimos a Perico Delgado meterse en el pódium del Tour de Francia. Y ganarlo. Y perderlo al año siguiente por llegar tarde al crono de la etapa prólogo. Con dos cojones, Perico. ¡Y aún así terminó tercero aquel Tour! Era un fenómeno social y era un clásico que los chavales gritasen el nombre de “¡Perico, Perico, Perico!” cuando veían pasar a alguien en bicicleta. ¡Qué tiempos aquellos! Las etapas de Montaña con los aficionados agolpándose a las cunetas de las carreteras. Los asfaltos decorados con los nombres de los corredores y los mensajes de apoyo y ánimo. Rampas imposibles y nombres míticos como Alpe d'Huez. Greg Lemmond y el malogrado Laurent Fignon peleando por el primer cajón del podio… Y llegó Indurain.

Indurain, Indurain, Indurainnnnnnn…
El navarro lo cambió todo. Con Delgado disfrutamos, sufrimos y nos emocionamos. Con Miguelón, machacamos a todo bicho viviente. Gianni Bugno, Claudio Chiappucci, Tony Rominger, Alex Zulle, Zenon JaskulaMiguel Indurain era un Terminator. Podíamos ver el Tour tranquilos. Relajados en nuestro sillón, después de comer, hacíamos la digestión y combatíamos el calor de julio contemplando cómo el de Banesto metía el turbo, sin pestañear, y dejaba a todo Cristo con la lengua fuera mientras él, raudo y veloz, se encaminaba a la línea de meta a golpe de pedal. El Tourmalet era un juego de niños para Miguel. Y lo disfrutábamos mientras Pedro González, el gran Pedro González, nos narraba la etapa con su inconfundible voz a través de TVE. Aún te echamos de menos.

Cinco lobitos tiene la loba y cinco rondas galas se metió en el bolsillo el gran Indurain, que coleccionó a mansalva peluches de esos que dan con el maillot amarillo. Igualó el número de victorias finales de Jaques Anquetil, Eddy Mercx y Bernard Hinault, si bien Indurain firmó los cinco triunfos de una tacada, algo que nadie había conseguido. El ciclista navarro también nos recordó que el Giro de Italia también estaba a nuestro alcance y que en el país transalpino los líderes van vestidos de rosa.

Tras Indurain nos quedamos huérfanos. Bjarne Riis, Jan Ullrich y Marco Pantani gozaron del protagonismo antes de que el texano Lance Armstrong, tras superar un cáncer, monopolizara la carrera francesa con sus siete Tours consecutivos. Fernando Escartín, Carlos Sastre y Contador han puesto el sello español a la carrera en los últimos tiempos. Los escándalos, el dopping, las descalificaciones y los vampiros han colocado la sombra de la sospecha sobre un deporte que ya no vemos con los mismos ojos que hace un cuarto de siglo. Nos hemos hecho mayores.

Sin embargo, en la redacción de Hay que estar al Loro hemos ido siempre a rueda del pelotón. Seguimos sintiendo admiración por los que practican, desde nuestro modesto punto de vista, el deporte más duro y exigente. Y el que no opine igual, que agarre un tricilo e intente escalar El Angliru.

Ahora, a punto de decir adiós al mes de julio, recordamos con nostalgia que hace veinte años estábamos pegados a la pantalla del televisor viendo a Miguel Indurain ganar el Tour de 1991. Y es que, ya lo decía Fernando Fernán Gómez en el título de una de sus obras teatrales: Las bicicletas son para el verano.

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